Washington se acerca a Brasil y se enreda con Argentina

Estados Unidos parece estar redescubriendo América del Sur, reajustando su política exterior en función de una lógica de competencia estratégica con China. El rediseño de su accionar hemisférico busca, simultáneamente, contener la expansión de Beijing y fortalecer los vínculos con los gobiernos que pueden incidir en el equilibrio de poder regional. En ese marco, Brasil y Argentina constituyen actores centrales, aunque la aproximación hacia cada uno responde a dinámicas muy distintas.


CEDOC

Con Brasil, Washington privilegia el pragmatismo y la cooperación; con Argentina, predomina la presión y la improvisación. El resultado es una política asimétrica que revela tanto las nuevas ambiciones globales de Estados Unidos como sus persistentes limitaciones para comprender la especificidad política y económica del Cono Sur. Durante años, la relación entre Brasilia y Washington estuvo marcada por la desconfianza. Luiz Inácio Lula da Silva, “referente” del sur global, representaba un liderazgo autónomo que generaba incomodidad en la diplomacia estadounidense. Como señala Eleonora Guzmán en Perfil, el temor de Brasil ante una eventual intervención de Estados Unidos en Venezuela reflejaba ese clima de sospecha regional. Sin embargo, el contexto se modificó de manera sustantiva. Hace unas semanas, Donald Trump mantuvo una conversación telefónica con Lula y, en un giro pragmático, pasó de tildarlo de “comunista” a considerarlo un “tipo piola”. Según el mismo medio, ambos proyectan un encuentro en Malasia, gesto que simboliza una recalibración del vínculo bilateral. Este acercamiento no es fortuito. Washington percibe a Brasil como un socio indispensable para equilibrar la influencia china y garantizar cierta estabilidad en Sudamérica.

De acuerdo con la Agencia Brasil, la última reunión bilateral fue “muy positiva”, con avances en materia energética, comercial, tecnológica y de defensa. Pero el verdadero cambio reside en el tono: el diálogo ha sustituido a la imposición, y la cooperación estratégica reemplaza la retórica de tutela. Lula, por su parte, explota esa nueva coyuntura con astucia, manteniendo relaciones activas con China, Rusia y Estados Unidos sin comprometer su autonomía diplomática. Trump comprende que necesita resultados concretos en la región, y Brasil ofrece el escenario ideal para exhibirlos. Como sugiere Guzmán, ambos líderes comparten un mismo enfoque instrumental del poder: lo conciben como negociación antes que como ideología.

El caso argentino, en cambio, evidencia una gestión menos articulada. Allí, la política estadounidense se muestra errática y contradictoria. En plena campaña de medio término, Trump intervino con declaraciones destinadas a incidir en la agenda local, mientras su asesor Bessent viajó a Buenos Aires para reunirse con gobernadores y presentar un plan económico de “rescate”. Paralelamente, el nuevo embajador Lamella anunció que su prioridad sería “convencer a las provincias de alejarse de China”. Sin embargo, dicha meta parece poco realista. China es el segundo socio comercial de Argentina y mantiene presencia en sectores estratégicos como minería, energía, infraestructura y transporte. Sus acuerdos con el país no son meras promesas, sino proyectos en ejecución, contratos firmados y créditos activos. Pretender desarticular ese entramado sin ofrecer alternativas equivalentes revela un déficit de realismo estratégico por parte de Washington. Esa inconsistencia refleja una diplomacia guiada más por impulsos coyunturales que por una planificación sostenida. Guzmán lo resume al hablar de una “política desprolija de promesas de rescate”: abundan los compromisos, escasean los resultados. Estados Unidos demanda distanciamiento de China, pero no propone un esquema de inversión competitivo; exige alineamiento político, pero no garantiza estabilidad macroeconómica. Así, su presencia en Buenos Aires se percibe más como presión que como cooperación. A diferencia del tono negociador observado en Brasil, el discurso hacia Argentina conserva un sesgo paternalista que erosiona la confianza y limita la interlocución. Mientras tanto, China continúa consolidando su influencia de manera gradual y efectiva. Sin retórica grandilocuente, ofrece financiamiento, tecnología e infraestructura. En las provincias argentinas, su presencia ya es estructural: invierte en litio en el norte, en energía hidroeléctrica en el sur y en transporte y telecomunicaciones en el centro del país. Se trata de una relación sostenida por intereses convergentes y beneficios tangibles. Washington, en contraste, insiste en el lenguaje de la “influencia” y las “alianzas”, pero sin traducir esos conceptos en proyectos concretos. Esa brecha entre discurso y acción explica por qué, para muchos actores locales, China ha dejado de ser un socio alternativo para transformarse en un socio imprescindible.

La comparación entre Brasil y Argentina pone de relieve cómo Estados Unidos adapta su comportamiento según la fortaleza relativa de su interlocutor. Con Lula, acepta negociar; con Buenos Aires, intenta imponer. Pero el contexto regional ha cambiado: los países latinoamericanos aprendieron a gestionar la competencia entre potencias en su propio beneficio. Brasil lo hace con pericia, combinando autonomía política y pragmatismo diplomático. Argentina, en cambio, continúa condicionada por sus urgencias financieras y por la dependencia de apoyos externos. En última instancia, lo que se disputa no es únicamente la relación bilateral, sino el reposicionamiento de la influencia en una región que vuelve a adquirir centralidad geopolítica. Estados Unidos procura recuperar un liderazgo perdido por desinterés e inercia, mientras China afianza su presencia mediante resultados medibles. América del Sur ya no es un actor pasivo: negocia, contrasta y decide.

El nuevo escenario regional no se organiza en torno a ideologías, sino a intereses estratégicos. Washington parece haber aprendido a dialogar con Brasil, aunque aún no logra escuchar a Argentina. Y mientras la Casa Blanca busca redefinir su papel, China avanza de manera paciente pero constante, consolidando una red de vínculos económicos y políticos que se vuelve cada vez más difícil de revertir. En ese contexto, el sur del continente deja de ser un espacio periférico y se convierte, una vez más, en un componente decisivo del equilibrio del poder global.

Fabián Parra