Brasil Potencia 2.0
Cuando Antonio Patriota presentó su renuncia al cargo de Ministro de Relaciones Exteriores de Brasil, enrocando cargos con el Embajador ante las Naciones Unidas, Luiz Alberto Figueiredo, un interesante debate comenzó en Brasil sobre el futuro de Itamaraty y los posibles cambios que sobrevendrían en su política exterior.
La causa más inmediata del inesperado cambio de ministro fue un incidente diplomático con Bolivia que demostró, según varios análisis, la falta de liderazgo de Patriota dentro de la cancillería brasileña y la necesidad de reformular ciertos mecanismos institucionales. El episodio se produjo tras que un secretario de embajada garantizara salvoconducto a un senador boliviano condenado por corrupción, sin el consentimiento del ex canciller. Las quejas de La Paz sumadas a la desinformación sobre el episodio en las altas jerarquías del ministerio y el Planalto, dieron lugar a una verdadera crisis de la diplomacia brasileña. Por este motivo y superado el impasse entre los países sudamericanos, se colocó sobre la mesa la necesidad de reformar Itamaraty.
El cimbronazo inicial llevó a que muchos analistas especularan con una reforma de grandes dimensiones en la cancillería brasileña. Se llegó a hablar de una ‘democratización’ de la política exterior brasileña, ya que la diplomacia mantiene una de las burocracias más cohesivas y aisladas desde los tiempos de la dictadura. Sin embargo, este diagnóstico parece apresurado. Las reformas anteriores de Itamaraty constituyeron procesos lentos y consensuados. En rigor, debieran verse como un continuo iniciado en 1993, cuando el ex presidente Fernando Henrique Cardoso era aún canciller. Desde entonces y hasta la última reforma en 2006, la corporación diplomática ha sabido actuar coherentemente sin perder cohesión interna ni funciones.
Es cierto que la sucesión de escándalos de corrupción y discriminación de estos últimos años lesionaron la imagen del servicio exterior y que la presidente llegó a considerar la posibilidad de desvincular la gestión del comercio exterior y la cooperación internacional del ministerio, recortando el presupuesto del 2013 y las vacantes para la carrera diplomática. Sin embargo, como dicta su lema institucional: “la mejor tradición de Itamaraty es saber renovarse” y probablemente eso veamos con Figueiredo: la gestión de moderadas reformas institucionales.
Pero más allá de estas consideraciones, la salida del cuarto canciller brasileño en dieciocho años despierta preguntas más profundas y muchas veces no enfrentadas. No estaría de más preguntarse, por ejemplo, si el cambio significará una reorientación significativa de la política exterior de Brasil. A este respecto, los análisis parecen coincidir en que, durante los años de Patriota, la cancillería no sólo se habría debilitado internamente (provocando disfuncionalidades y el descontento de muchos diplomáticos) sino que también habría restado brillo a la actuación internacional de Brasil (socavando la imagen de la presidencia).
De este modo, no sólo serían de esperar reajustes institucionales en Itamaraty, sino también de estilo (una diplomacia más activa), aunque muy pocos cambios importantes en la política exterior. De hecho, los lineamientos de fondo probablemente continuarán siendo los mismos establecidos desde la llegada del Partido de los Trabajadores al poder y su perenne asesor, Marco Aurelio García (el verdadero canciller). Lineamientos que, por otra parte, no son tan diferentes a los establecidos por Fernando Henrique Cardoso y llevan, por tanto, unos veinte años de continuidad. En comparación con la Argentina, Brasil ha mantenido una política exterior mucho más estable a través de los años.
¿El estilo y la imagen son importantes? Una causa menos inmediata de la dimisión de Patriota parece haber sido el carácter particularmente tenso de su relación con Rousseff desde los comienzos de su gestión. Muy pronto el ministro dejó de acompañarla en el avión presidencial y su cartera entró en un creciente aislamiento. Deteriorando constantemente esta relación se encontraba el carácter sobrio y de bajo perfil que Patriota había impreso a la política externa brasilera. El ex canciller fue menos afecto a los grandes anuncios y a las controversias que su predecesor Celso Amorim, y se abstuvo de hacer gala de la ubicua proyección de Brasil en las agendas multilaterales y regiones del mundo. Este estilo no favoreció la imagen de Dilma fuera ni dentro del país, ni los intereses políticos y financieros de la corporación diplomática.
Las deficiencias de Patriota son más evidentes cuando contrastadas con las supuestas virtudes de su sucesor. Figueiredo, aunque nunca fue embajador fuera de Brasil y sólo encabezó la misión ante Naciones Unidas en Nueva York durante este último año, es tenido por sus colegas como alguien que representará más activamente los intereses corporativos de Itamaraty. Por otro lado, de su actuación pública como articulador en la conferencia Rio+20 del año pasado y en la última cumbre del G-20 se deduce que volverá a un estilo más frontal.
La diplomacia presidencial y de proyección global que caracterizó a la era Lula y le brindó no pocos beneficios electorales, generó en su momento una acentuación de las simpatías ideológicas con otros líderes sudamericanos, un debilitamiento de las relaciones con los Estados Unidos y un más claro posicionamiento de Brasil como ‘potencia emergente’, extendiendo sus vínculos hasta China, India y Rusia como nunca antes lo había hecho. De modo que el estilo y la imagen sí importan. Aquel Brasil espectacular de la primera década del milenio escondía, claro está, una incapacidad estructural para jugar un rol de tal magnitud. Pero también se benefició de ser considerado un global player.
Los incentivos son las veces electorales y financieros. El electorado brasileño se interesa cada vez más en aquello que el país hace más allá de sus fronteras y ese es un gran incentivo para que la presidencia retome un estilo más activo y confrontativo de política exterior de cara a las elecciones de 2014. Dilma Rousseff parece haber comenzado a implementar este cambio de estilo en la cumbre del G-20, donde reaccionó con inusitada firmeza ante las evidencias de acciones de espionaje estadounidense en Brasilia. Pero en un contexto de crisis, el activismo internacional también debería ser utilizado para diferenciar a Brasil del resto de los ‘emergentes’ y posicionarlo como un destino seguro para el capital. Esta audiencia no será tan fácil de convencer y el discurso que a ella se dirigirá estará en abierta contradicción con aquel que el electorado querrá oír.
Por otra parte, existe cierto consenso en que el gigante sudamericano se proyecta al mundo sobre la base de sus vecinos y en este momento, la región no está dispuesta a ser la plataforma de Brasil. Las relaciones bilaterales con Argentina y Venezuela se continuarán deteriorando, como es lógico esperar, por las asperezas comerciales y el futuro económico incierto que les espera. Con Chile, Colombia y Perú (por el momento escapando a la recesión con la Alianza del Pacífico), las relaciones son más distantes que nunca. En este contexto, el hecho de que Brasil vuelva a acentuar la diplomacia presidencial, se fije más en el estilo que en las formalidades y eventualmente intente una reforma dentro de Itamaraty, no necesariamente acentuará las simpatías ideológicas de Dilma Rousseff con sus pares de la región (como sucedió con Lula). Simplemente concentrará más decisiones en la presidencia y generará una política exterior más inestable.
En suma, si lo intenta nuevamente, Brasil tendrá que desplegar su diplomacia global más sólo y constreñido que nunca antes.
Luis Schenoni es Máster en Estudios Internacionales de la Universidad Torcuato Di Tella y estudiante del Doctorado en Política Internacional y Resolución de Conflictos de la Universidad de Coimbra, Portugal. Se especializa en Brasil y América del Sur y desempeña como Profesor Asistente de la Licenciatura en Relaciones Internacionales de la Universidad Católica Argentina.