Los desplazamientos del poder relativo entre las naciones
El contexto mundial en el cual se insertan la Argentina y los demás países de la región está sufriendo cambios que son estructurales. Como hemos señalado en otras oportunidades, resultan de un complejo de fenómenos, que si se los considera en forma aislada no permiten captar en su plenitud las nuevas realidades que ahora comienzan a ser evidentes, señala Félix Peña en su trabajo.
Por ejemplo, si se intenta comprenderlos sólo en la perspectiva de la crisis financiera que ha sacudido al mundo en los últimos años. En tal sentido, todo intento de interpretar lo que está ocurriendo dejando de lado la lógica del poder, sea a escala mundial, regional o interna de los países, puede ser un camino seguro a no entender lo esencial de muchos de los acontecimientos relevantes que pueblan las noticias diarias.
Son cambios que probablemente demandarán tiempo en madurar y producir todos sus efectos. No se expresarán a través de recorridos lineales. Si bien es feo decirlo, cabe recordar que en la historia larga –esa que siempre enseña mucho- transformaciones profundas y guerras han estado con frecuencia estrechamente vinculadas. En todo caso, los alcances de sus impactos sobre el desarrollo económico y social de los países del “barrio” en el que vivimos -Sudamérica en particular, pero también América Latina- son aún difíciles de apreciar en su plenitud.
Se están manifestando en torno a dos procesos simultáneos que son cada vez más notorios a escala global. Ambos en su interacción tienen efectos actuales y potenciales en el intercambio mundial de bienes y de servicios. También los tienen en las negociaciones comerciales internacionales -especialmente en la anémica Rueda Doha en la OMC- y en las relacionadas con el cambio climático. Y en muchas otras cuestiones relevantes de la agenda global. Si bien conectados entre sí, son procesos que requieren diagnósticos y abordajes a la vez diferenciados y coordinados.
Uno es el de la actual crisis financiera y económica con las conocidas consecuencias, entre otros, en la producción y el consumo, y en el comercio internacional de bienes y de servicios. En los últimos tres años, la crisis ha impactado en el nivel de empleo y en el estado anímico de las poblaciones, transmitiendo en algunos países sus efectos al plano social y político. Y se sabe que, según sea la intensidad de tales efectos, una crisis internacional puede generar problemas sistémicos que afecten la estabilidad política de los países más vulnerables. Ello a su vez puede tener efectos en cadena sobre otros países, especialmente de la misma región. Se trata de un proceso con efectos inmediatos muy visibles y con fuertes requerimientos de respuestas en el corto plazo – especialmente en el plano nacional, pero también en el de la coordinación entre países a nivel global y regional -, precisamente por sus potenciales consecuencias sociales y políticas.
El otro es el de los desplazamientos del poder relativo entre las naciones. Tiene raíces muy profundas. Se nutre en la historia larga. Es un fenómeno que se ha acelerado en los últimos veinte años. Se refleja en el surgimiento de nuevos protagonistas – países, empresas, consumidores, trabajadores – con gravitación en la competencia económica global, y también en las negociaciones comerciales internacionales. Pero sus plenos efectos, incluso en el plano de la seguridad internacional, probablemente sólo se observarán en un largo plazo, a veces a través de movimientos poco perceptibles, casi de cámara lenta.
Estamos entonces frente a una crisis sistémica mundial que recrea la histórica tensión dialéctica entre orden y anarquía en las relaciones internacionales. Se manifiesta en la dificultad de encontrar en el ámbito de instituciones provenientes de un orden que colapsa, respuestas eficaces a problemas colectivos que se confrontan a escala global. Y el verdadero peligro es que ello se refleje –como ha ocurrido en el pasado- en el surgimiento de problemas sistémicos en el interior de países que han sido y son aún, protagonistas relevantes en el escenario internacional. Crisis sistémicas que produzcan un efecto dominó en distintos espacios regionales y, eventualmente, a escala global. Ello puede ocurrir en la medida que en distintos países, incluso los más desarrollados, los ciudadanos no sólo pierdan su confianza en los mercados, pero también en la capacidad de encontrar respuestas en el marco de los respectivos sistemas democráticos. Entonces se “indignan”. Es un peligro más tangible en el caso de algunos países europeos. Si así fuere, los pronósticos sombríos de algunos analistas, podrían ser pálidos en relación a lo que habría que confrontar en el futuro.
Son cambios que probablemente demandarán tiempo en madurar y producir todos sus efectos. No se expresarán a través de recorridos lineales. Si bien es feo decirlo, cabe recordar que en la historia larga –esa que siempre enseña mucho- transformaciones profundas y guerras han estado con frecuencia estrechamente vinculadas. En todo caso, los alcances de sus impactos sobre el desarrollo económico y social de los países del “barrio” en el que vivimos -Sudamérica en particular, pero también América Latina- son aún difíciles de apreciar en su plenitud.
Se están manifestando en torno a dos procesos simultáneos que son cada vez más notorios a escala global. Ambos en su interacción tienen efectos actuales y potenciales en el intercambio mundial de bienes y de servicios. También los tienen en las negociaciones comerciales internacionales -especialmente en la anémica Rueda Doha en la OMC- y en las relacionadas con el cambio climático. Y en muchas otras cuestiones relevantes de la agenda global. Si bien conectados entre sí, son procesos que requieren diagnósticos y abordajes a la vez diferenciados y coordinados.
Uno es el de la actual crisis financiera y económica con las conocidas consecuencias, entre otros, en la producción y el consumo, y en el comercio internacional de bienes y de servicios. En los últimos tres años, la crisis ha impactado en el nivel de empleo y en el estado anímico de las poblaciones, transmitiendo en algunos países sus efectos al plano social y político. Y se sabe que, según sea la intensidad de tales efectos, una crisis internacional puede generar problemas sistémicos que afecten la estabilidad política de los países más vulnerables. Ello a su vez puede tener efectos en cadena sobre otros países, especialmente de la misma región. Se trata de un proceso con efectos inmediatos muy visibles y con fuertes requerimientos de respuestas en el corto plazo – especialmente en el plano nacional, pero también en el de la coordinación entre países a nivel global y regional -, precisamente por sus potenciales consecuencias sociales y políticas.
El otro es el de los desplazamientos del poder relativo entre las naciones. Tiene raíces muy profundas. Se nutre en la historia larga. Es un fenómeno que se ha acelerado en los últimos veinte años. Se refleja en el surgimiento de nuevos protagonistas – países, empresas, consumidores, trabajadores – con gravitación en la competencia económica global, y también en las negociaciones comerciales internacionales. Pero sus plenos efectos, incluso en el plano de la seguridad internacional, probablemente sólo se observarán en un largo plazo, a veces a través de movimientos poco perceptibles, casi de cámara lenta.
Estamos entonces frente a una crisis sistémica mundial que recrea la histórica tensión dialéctica entre orden y anarquía en las relaciones internacionales. Se manifiesta en la dificultad de encontrar en el ámbito de instituciones provenientes de un orden que colapsa, respuestas eficaces a problemas colectivos que se confrontan a escala global. Y el verdadero peligro es que ello se refleje –como ha ocurrido en el pasado- en el surgimiento de problemas sistémicos en el interior de países que han sido y son aún, protagonistas relevantes en el escenario internacional. Crisis sistémicas que produzcan un efecto dominó en distintos espacios regionales y, eventualmente, a escala global. Ello puede ocurrir en la medida que en distintos países, incluso los más desarrollados, los ciudadanos no sólo pierdan su confianza en los mercados, pero también en la capacidad de encontrar respuestas en el marco de los respectivos sistemas democráticos. Entonces se “indignan”. Es un peligro más tangible en el caso de algunos países europeos. Si así fuere, los pronósticos sombríos de algunos analistas, podrían ser pálidos en relación a lo que habría que confrontar en el futuro.
Félix Peña