La cuestión de la seguridad en el marco de la mundialización
El Consejo Suramericano de Defensa de la Unasur, mecanismo de cooperación, núcleo de consolidación para el futuro Estado continental industrial; puede y debe producir una doctrina de seguridad cooperativa, que a partir de nuestros recursos naturales como eje vertebrador unifique o reunifique a América del Sur.
Lo señala Miguel Angel Barrios en la Introducción de su libro más reciente, “La seguridad ciudadana, de lo municipal a lo continental”, que reproducimos en sus principales tramos a continuación.
El siglo XXI es una época de continuidades y rupturas, binomio que supone nuevos escenarios porque por debajo de estas continuidades y rupturas, de actores que sobreviven y de otros que nacen, de lo que se trata es que el nuevo escenario sólo se estabilizará con un “orden”. El “orden” significa un equilibrio no exento de conflictos y de violencia, de progresos y de retrocesos. No estamos ni en “el fin de la historia” ni en el “regreso de la historia”, pues en verdad la historia nunca se ha ido.
Las primeras décadas de este siglo que empieza a transcurrir serán de profundos reacomodamientos geopolíticos, geoeconómicos y geoproductivos. La mundialización es un fenómeno irreversible y un proceso estructural independientemente de las imágenes y visiones ideológicas que genera. Se trata de un fenómeno histórico multidimensional iniciado en el siglo XV, cuando comienza la historia global con la integración del océano Atlántico, y que en la actual sociedad de la información de la era digital adquiere una velocidad e instantaneidad de interconexión global, pero no una integración mundial. No existe una república cosmopolita universal; por el contrario, los espacios nacionales y regionales conviven y coexisten con los espacios transnacionales y virtuales, y de cada espacio nacional y regional depende la respuesta al dilema que le plantea la mundialización.
Sin ninguna duda, el Estado ha persistido como principal actor y sujeto político de la sociedad mundial. Pero no se trata de cualquier Estado, porque el actual constituye una organización política que se encuentra en un espacio no neutro y que posee jerarquías en sus localizaciones espaciales. No existe la geografía en abstracto sino la geopolítica como espacio estratégico de la definición de la política exterior del Estado en función de sus posibilidades y viabilidades geográficas y tecnológicas, sobre la base de sus recursos humanos y su identidad cultural. En verdad, la geopolítica constituye el sustrato de las relaciones internacionales.
La mundialización ha puesto en crisis definitiva al Estado-nación clásico de la modernidad europea, al Estado autoritario o dinástico del mundo árabe, a los Estados tribales de África y a los Estados monoétnicos de la Europa balcánica. De ello no escapan los Estados agromineros exportadores que nacieron en la fragmentación de la América Latina.
En un sistema donde la mundialización de las finanzas creó y fortaleció elites transnacionalizadas antagónicas al interés nacional de sus propios Estados, se llega a la conclusión de que los únicos Estados que poseen autonomía en la interdependencia asimétrica de la mundialización son los continentales industriales, como lo planteó el pensador uruguayo Alberto Methol Ferré (2009).
Actualmente, Estados Unidos, China, Rusia, han logrado las capacidades necesarias para ubicarse como Estados continentales industriales, la Unión Europea constituye un interrogante y América del Sur dentro de América Latina es una posibilidad. Los anillos ensamblatorios del Mercosur y la Comunidad Andina, de la Unión de Naciones Suramericanas (Unasur) y la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (CELAC) nos reintegran geopolíticamente en el itinerario continentalista de los libertadores José de San Martín y Simón Bolívar, del barón del Río Branco y de Juan Domingo Perón.
Los actuales gobiernos de Nuestra América, con enorme esfuerzo, enfrentan el desafío de lograr el Estado continental industrial y de conquistar la segunda independencia. Todo proceso de integración que no se dirija hacia la meta de un Estado continental –es decir, que no conduzca a aumentar nuestra densidad nacional, al decir de Aldo Ferrer– será un esfuerzo inútil. Un Estado continental industrial, para expresarlo de manera muy simple, refleja a un Estado de dimensiones geográficas y de dimensiones continentales en clave geopolítica. Su poder debe sumar como renta geoestratégica cinco componentes: político, científico-tecnológico, militar, económico y cultural.
En América del Sur los movimientos nacional-populares posteriores al Consenso de Washington, en sus diferentes variantes y matices, constituyen los únicos pensamientos políticos dinamizadores para la acción de un Estado continental, como ocurriera con los movimientos nacional-populares en su matriz clásica –el peronismo y el varguismo– son los que le dieron fin al proyecto de libre comercio de las Américas (ALCA) impulsado por Estados Unidos en la cumbre de Mar del Plata en 2005. Vislumbramos un peligro multicausal que puede poner en riesgo a Nuestra América y constituir un fenómeno global de una peligrosidad mucho más profunda que la deuda externa: el crimen organizado transnacional, aliado directa o indirectamente a los poderes políticos financieros mundiales, y del que se habla mucho y poco simultáneamente, tornándolo borroso.
Una breve lista de las actividades criminales internacionales que tienen como último eslabón el espacio local ya no se limita a los tráficos tradicionales de la droga y la prostitución sino que se renueva regularmente: tráfico de órganos, piratería, indocumentados, falsificaciones de todo tipo, cibercriminalidad. De hecho, el crimen organizado traza su propia geopolítica del mundo, con una diversidad de perfiles: zonas de producción sin Estado o gestionados por Estados cómplices; actividades protegidas por Estados condescendientes o comercialización en los países de alto nivel de vida y circuito de blanqueo. La esfera financiera nacida de la desregulación ya escapa al control de los Estados, que más bien compiten para traer sus flujos. La criminalidad internacional sólo puede vivir bajo la complicidad de las fisuras en las legislaciones nacionales e internacionales. El dinero del crimen organizado se utiliza en primer lugar para corromper a las fuerzas de seguridad y a los responsables políticos, lo que supone una amenaza para los procesos de transición democrática en muchos países.
La dimensión criminal de la crisis financiera puede llevar a que se produzcan cambios, Según Antonio María Costa, director de la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (ONUDD), existen indicios de que miles de millones de dólares provenientes del tráfico de drogas y de otras actividades ilegales sirvieron para salvar algunos bancos.
Costa precisó que tiene la prueba de que los productos del crimen organizado fueron los únicos capitales puestos a disposición de algunos bancos que se hallaban al borde del hundimiento en 2007. (Le Monde Diplomatique, 2012: 65)
Lo expuesto constituye la antítesis de la conformación de un Estado continental industrial. Por eso se vuelve necesaria y urgente una política de seguridad ciudadana que no sea sesgada ni sectorizada sino que se eleve a la categoría de política de Estado en Nuestra América.
El móvil de este libro se fundamenta en la lógica de la inviabilidad de un Estado continental que coexista con sus sistemas políticos asediados o cooptados por el crimen organizado. En ese sentido, consideramos que, más que bosquejar un plan de acción exhibiendo excesos de simplismo, queremos plantear –el lector nos juzgará– en forma urgente la prioridad que debe poseer la seguridad ciudadana en la agenda política de Unasur y de todos los niveles del proceso de integración.
Los primeros capítulos consisten en un intento de sistematizar una sociología política de la seguridad ciudadana, con una visión desde nuestra problemática latinoamericana, sudamericana, nacional, regional y local contextualizada desde lo global. Nada más erróneo que hablar de seguridad en forma genérica, sin espacio y tiempo. La ambición que nos acompaña es realizar un aporte desde y para la acción política, en alianza con el conocimiento.
Puntualizamos que existe una abundante y muy rica bibliografía sobre el tema, y por ello nos propusimos brindar una síntesis totalizadora, acompañada de categorías geopolíticas desde los desafíos sudamericanos en el siglo XXI. En un sentido amplio, buscamos internalizar el hecho de que la agenda nos involucra a todos y no únicamente a un sector de especialistas que, si bien son insustituibles, deben contar con una aproximación al universo político pues, sin ella, el experto se torna débil. Más allá de los muchísimos avances realizados, en este aspecto existen grandes déficits. Para superarlo, es necesario que todos como ciudadanos conozcamos el funcionamiento del sistema de seguridad y las unidades que la componen, tanto formales como informales, su dinámica intra y extraestatal, para alejarnos de una falsa imagen policialista de la seguridad.
Pero también es necesario internalizar la convicción de que, si nos encontramos ante una fuerte decisión política de crear políticas públicas conducentes a la seguridad ciudadana, no será posible lograrlas sin el Estado continental industrial, que será la garantía de nuestra emancipación integral. No atender a esta necesidad significa correr el riesgo de que se avance en el sentido de Estados cleptocráticos (o sea, sustentados en el robo y la corrupción) en los que el crimen organizado pueda asediar nuestros sistemas políticos. Y esto es una amenaza potencial, que aquí analizamos desde múltiples factores y actores, tanto públicos como privados. Por eso, insistimos, la respuesta debe ser integral, desde Unasur.
En la segunda mitad del libro, intentamos mostrar de manera general y no estrictamente técnica –que requeriría un trabajo multidisciplinario y en equipo– elementos y prácticas de gestión para una política de seguridad ciudadana, porque rehuimos del teoricismo vacío: teoría y realidad son polos complementarios y no opuestos. Y lo hacemos desde un enfoque situacional que prioriza la seguridad ciudadana local desde un plan nacional y regional, para no quedar presos de una suerte de receta farmacológica.
Hablamos de líneas generales de acción en seguridad a partir de un abordaje previo conceptual, cuyo pilar es la seguridad ciudadana local; sin ella tendremos una casa sin paredes ni piso ni cimientos. Pero los pilares solos no sirven, porque la seguridad ciudadana toma potencialidad desde una decisión política en el marco de un contexto estratégico y regional. Es decir, el camino puede ser marcado por alianzas locales o municipales dinámicas, con una direccionalidad y apoyo nacional y regional que tengan como horizonte estratégico el Estado continental. Esto significa que ya no podemos plantear el Estado continental industrial sin tener en la agenda estratégica una planificación política de la seguridad ciudadana. No hay democracia social sin seguridad ciudadana, ésta es la cuestión de fondo. Así de fácil, pero así también de difícil.
Por lo tanto, ubicamos la seguridad como prioridad política para la segunda independencia de Nuestra América y la alejamos de discusiones, útiles o no, de tipo doctrinario. Éstas únicamente sirven, desde el punto de vista político, en la medida en que puedan contribuir al planeamiento político de los movimientos nacional-populares. Sólo habrá Estado continental industrial si se vencen los tentáculos del crimen organizado transnacional. Las prioridades políticas hay que plantearlas claramente y en voz alta, para que busquemos entre todos la solución. Todo lo demás, sin este alerta, son verbalismos de ocasión, dispersadores de la verdad. Ésta es la razón de este libro.
La cuestión de la seguridad no es un problema penal aislado del poder político, ni de técnicas policiales antiguas o modernas, ni de una discusión académica de un grupo de expertos o un problema moral. Se trata de una exigencia política, desde un repensar del conocimiento y la praxis situacional y no dogmática, con la fortaleza de buscar herramientas que sirvan desde nuestros espacios para lograr resultados y, en el fondo, enriquecer los programas de los movimientos nacionalpopulares. Lejos de ser un problema ideologicista, la viabilidad del Estado continental industrial es una cuestión estratégica para ello.
La dimensión estratégica y la prioridad de la seguridad en Nuestra América
De hecho, en América Latina y en el mundo el estudio de la seguridad ya no es un monopolio exclusivo de los estamentos judiciales, militares y policiales. Pero, si no lo abordamos también desde las ciencias sociales por prejuicios ideológicos o desde la praxis política, queda vacío y huérfano este enorme espacio estratégico. Se legitima así a las propias fuerzas de seguridad o militares como únicos especialistas de la temática.
La seguridad es un concepto en disputa. La definición conceptual, los temas que se quieren abordar y su delimitación son el resultado de un proceso político. Lo que es seguridad para algunos es inseguridad para otros. Una misma realidad es percibida y comunicada desde “posiciones” diversas. La seguridad es un concepto elusivo. Corresponde a una categoría amplia que trasciende lo militar e involucra aspectos no militares. La seguridad debe ser entendida en su contexto sociohistóricocultural-geográfico. (Rojas Aravena, 2003b: 171)
Por lo tanto, es más que útil desarrollar nuevos mapas conceptuales que sean capaces de producir una nueva seguridad en la mundialización multipolar. El gran tema es articular de manera integral y práctica los niveles de la seguridad internacional, la seguridad estatal y la seguridad humana. La historia global de la mundialización nos urge a poseer una visión amplia, y a la vez operacional, del enfoque de la seguridad. La mundialización produce diferentes impactos según las regiones.
En el siglo XX, la seguridad estuvo exclusivamente encapsulada a la seguridad de los Estados frente a la eventual agresión de otros Estados, y lo predominante era el uso de las fuerzas militares convencionales.
En el fondo, la seguridad internacional más allá de la Carta de Naciones Unidas, constituía el monopolio de los Estados o alianzas militares de la bipolaridad.
La seguridad internacional se sustentaba en la soberanía militar estatal. El final de la confrontación Este-Oeste a partir de la implosión de la Unión Soviética en 1989 y del fracaso militarista unipolar de Estados Unidos posterior a la Guerra Fría no han generado una fase de “paz democrática”. Podemos afirmar que la solidez de una nueva seguridad internacional dependerá del poder militar como componente de los Estados continentales industriales en un “orden” multipolar aún incierto y del actual trance “apolar”, en el que se advierte un hegemón dominante.
En el campo de la seguridad regional, descartamos la posibilidad de guerras convencionales interestatales en América del Sur, que fueron hipótesis de conflicto en el escenario de la bipolaridad nacidas de la Doctrina de la Seguridad Nacional aplicada en nuestros países. Hoy, una amenaza concreta la constituye la guerra por los recursos.
Se equivocan quienes piensan que América del Sur es irrelevante estratégicamente en este punto: posee una potencialidad acuífera, alimentaria, en biodiversidad, energética; es decir que existe una gigantesca renta geopolítica.
Creemos que el Consejo Suramericano de Defensa de la Unasur como mecanismo de instancia de cooperación se transformó en el núcleo fundamental de consolidación para el futuro Estado continental industrial. De estas instancias puede y debe surgir una doctrina de seguridad cooperativa, que a partir de nuestros recursos naturales como eje vertebrador unifique o reunifique a América del Sur. Estos recursos deben convertirse en bienes públicos regionales de interés para una política de defensa. Nos parece, incluso, que un colegio sudamericano de defensa puede generar la autoconciencia histórica necesaria de nuestra totalidad como nación y de la necesidad de convertirla en Estado continente. No olvidemos que en la primera independencia contamos con un ejército común, el de los libertadores San Martín y Bolívar, y ganamos porque luchamos unidos, bajo la consigna de San Martín “Nuestra patria es América” y la de Bolívar, “Conformar una nación de repúblicas”.
Sin embargo, sería ingenuo obviar que los atentados del 11 de septiembre de 2001 contra las torres del Word Trade Center en Nueva York produjeron un hecho novedoso, en el que a la dimensión clásica de matriz estatal-militar se agregan los riesgos propios de una sociedad mundializada o “sociedad del riesgo”, como la denominó el sociólogo Ulrich Beck.
La criminalidad organizada en sus expresiones transnacionalizadas, el narcotráfico y sus delitos conexos protagonizados por organizaciones o grupos no estatales ligados a paraísos fiscales, debilitan el espacio interior en materia de seguridad estatal. Cuando no se toman medidas preventivas con una fuerte decisión y voluntad política, estamos ante la desaparición del Estado y la existencia nominal de los mismos, al perder su capacidad de estatalidad.
Esta situación no es nueva históricamente, pero lo que constituye una novedad estratégica es el papel de las redes sociales de conexión global como potenciadoras del crimen organizado en una matriz trasnacional. Por ello, plantear el Estado continental industrial sin un enfoque integral de la seguridad ciudadana puede convertirse en un ilusionismo. En verdad, la capacidad y la eficacia de nuestro Estado para brindar respuestas globales harán posible un horizonte estratégico hacia la segunda independencia.