La curva del desencanto II:

Dos preguntas son abordadas en el primer newsletter del año del Dr Félix Peña, en línea con un trabajo presentado en Junio referidas a la curva del desencanto superada la etapa inicial de un grupo de países integrados: qué explica en procesos de integración voluntarios y profundos entre naciones soberanas las frustraciones recurrentes y cuáles son en oposición, los factores que permiten sostenerlos en el tiempo.


Los interrogantes son: ¿qué explica en procesos de integración voluntarios y profundos entre naciones soberanas las frustraciones, a veces recurrentes, que se suelen evidenciar al avanzarse en el recorrido trazado? Y ¿cuáles son los factores que permiten sostener en el tiempo la voluntad política de un grupo de naciones soberanas que comparten un espacio geográfico regional, de trabajar juntas en el ámbito de un proceso de integración multidimensional con vocación de permanencia en el tiempo?

En nuestro Newsletter de junio pasado nos referimos al entusiasmo que se observaba con respecto al posible desarrollo de la denominada Alianza del Pacífico (ver en: http://www.felixpena.com.ar/index.php?contenido=negociaciones&neagno=informes/2013-06-mercosur-alianza-del-pacifico-integracion-regional). Está siendo visualizada como un proyecto novedoso e inteligente de integración profunda. Por momentos genera un entusiasmo que, sin embargo, no siempre parecería fundado en hechos que ya estén sólidos y que trasciendan, por lo tanto, al ámbito de lo mediático.

Señalábamos entonces que las altas expectativas que suelen despertar las distintas modalidades de procesos de integración muchas veces se han traducido luego en tendencias a la frustración, difíciles de superar. Utilizábamos al respecto la idea de “curva del desencanto” y mencionábamos el caso de la ALALC como uno de los ejemplos latinoamericanos que permiten ilustrar lo afirmado. Pero un ejemplo más interesante es el del original Grupo Andino, transformado luego en la Comunidad Andina de Naciones. En ambos tuvieron participación destacada Chile, Colombia y Perú que son, junto con México, los actuales impulsores e integrantes de la Alianza del Pacífico.

El fenómeno de la curva del desencanto, sin embargo, puede ser examinado hoy a través de las experiencias que están transitando tanto el Mercosur como la Unión Europea. Son espacios geográficos regionales, proyectos y procesos muy diferentes entre sí. Pero en los dos casos se ha observado el tránsito de momentos de fervor y de entusiasmo, a otros de frustración y de desencanto. Parece ser, por cierto, lo que caracteriza la etapa que se viene recorriendo en los últimos años. Es un desencanto que tiende a reflejarse, incluso, en debates de tipo existenciales –acerca del por qué trabajar juntos en un proyecto común- y no exclusivamente de tipo metodológico –acerca del cómo llevarlo adelante-.

Observábamos asimismo que la curva del desencanto, cuando se evidencia, no necesariamente conduce al abandono del respectivo proyecto de integración. Pero sí puede conducir a una creciente irrelevancia. Los momentos fundacionales son los que suelen generar las mayores expectativas e ilusiones. Y en algún punto de la trayectoria del proyecto y del proceso que lo encarna, no siempre fácil de identificar, comienza la etapa del desencanto, generalmente impulsada por cambios en las realidades, y por dilemas y premuras de las agendas del corto plazo en los países miembros.

Recordemos al respecto que, más allá de la voluntad de los protagonistas, los tiempos políticos en la mayoría de los países tienden a estar dominados por cuestiones del corto plazo. Por ende, en un marco estratégico que es por definición de largo plazo, se suceden momentos en los que predominan requerimientos de corto plazo como aquellos determinados, por ejemplo, por los efectos y demandas originados en un cambio de contexto global, en una crisis económica o en algún proceso electoral de resultados inciertos. Es en tales momentos en los que se empieza a dudar sobre la razonabilidad de los objetivos fijados o, al menos, sobre la posibilidad de alcanzarlos en tiempos razonables. Tales dudas se traducen en una erosión, en general gradual, de la relevancia que se le atribuyó al proyecto de integración en su etapa fundacional. Se debilita entonces la voluntad de cumplir con los compromisos asumidos con los socios. Y todo esto es más agudo en aquellos casos en los que se combina un eventual recambio de personal político como resultado, por ejemplo, de un nuevo gobierno y, simultáneamente, una caída del impulso originado en empresas con intereses ofensivos resultantes, por ejemplo, de su participación en redes de comercio y producción de alcance regional.
 

Concepto de integración entre naciones

Para seguir avanzando en el análisis del fenómeno de la curva del desencanto, conviene precisar qué entendemos en esta oportunidad por “integración” entre naciones. Es un concepto que se presta a muchas definiciones basadas en teorías y en realidades históricas diferentes. Incluso se observan confusiones en torno a las diferencias entre “integración” y “cooperación”, que por momentos conducen a debates de tipo semántico, ricos para el mundo académico, pero con poca relevancia en la gestión de las realidades.

Por integración nos estamos refiriendo a un proyecto y proceso deliberado, voluntario e institucionalizado, entre naciones que comparten un mismo espacio geográfico. Y que persiguen como objetivo alcanzar dentro de algún tipo de marco común, grados crecientes de articulación entre sus sistemas políticos, económicos y sociales, sin implicar necesariamente el resignar su identidad nacional ni su soberanía. Para lograr con el tiempo los fines perseguidos se suelen fijar metas e incluso plazos que pueden ser largos; se crean instituciones y marcos jurídicos –para lo cual no existe ningún modelo que sea mandatorio- y se utilizan en el plano de las preferencias comerciales algunos de los instrumentos que las tornen compatibles con los requerimientos del sistema comercial multilateral (especialmente los del artículo XXIV, párrafo 8 del GATT, los de la denominada “Cláusula de Habilitación”, y los del artículo V del GATS). Éstos son suficientemente ambiguos, en algunos de sus detalles fundamentales, como para brindar un margen de maniobra más que razonable para una ingeniería jurídica válida e inteligente. Son procesos y proyectos que pueden generar ámbitos superpuestos y no necesariamente complementarios de acción de los países participantes. Elaborando en base a lo que plantea Luuk Van Midderlaar*, podríamos señalar que tales ámbitos pueden ser, a la vez, individuales (cada nación por las suyas), colectivos (las naciones actuando juntas pero sólo en ciertas cuestiones) y comunes (el denominado, en el caso europeo, “espacio comunitario”).

¿Qué explica en este tipo de procesos de integración las frustraciones que se suelen evidenciar al avanzarse en el recorrido trazado? Lo más común es que la curva del desencanto resulte de haberse fijado objetivos muy ambiciosos y, además, de haberse generado expectativas públicas muy altas con respecto a tales objetivos. Se definen  objetivos muy ambiciosos, sea por los compromisos concretos asumidos, sea por la forma como se los promociona. Puede darse también una errónea medición, en el momento del lanzamiento y durante el proceso negociador, del peso relativo de los intereses ofensivos y defensivos al interior de los países. Se utilizan entonces conceptos e instrumentos operativos no siempre adaptados a las realidades concretas, ni a las necesidades de los países participantes, que tienden a ser asociados con determinadas modalidades históricas y que muchas veces provienen de visiones teóricas y académicas de las realidades económicas, políticas o jurídicas. Como resultante de ello no siempre se logra el necesario –casi indispensable- equilibrio entre flexibilidad (para adaptarse a los continuos cambios en las realidades contextuales y de intereses concretos) y previsibilidad (para constituirse en un incentivo de decisiones de inversión productiva en función de los mercados ampliados y de la articulación de redes de producción). Al no lograrse tal equilibrio se observa luego, muchas veces en cámara lenta, una erosión en la efectividad, eficacia y legitimidad de las reglas pactadas. Si no hay respuesta adecuada, se acentúa la inexorable marcha del proyecto y del proceso común hacia la irrelevancia o, peor aún, hacia el fracaso.

Cuando se creó el Mercosur, por ejemplo, algunos protagonistas del momento solían afirmar que sus países miembros harían en cuatro años (el período de transición establecido en el Tratado de Asunción para el comienzo de la unión aduanera con la aprobación de un arancel externo común –sin que se definiera en qué debía consistir tal instrumento-) lo que a los europeos les había demandado medio siglo. Había un entusiasmo que el tiempo demostró exagerado. Quizás ingenuo. Estaba basado en el predominio de factores que luego se fueron diluyendo, tales como la necesidad de encarar juntos –especialmente la Argentina y el Brasil- las negociaciones del ALCA; las coincidencias relativas en los ciclos económicos y en las respectivas políticas macro-económicas y comerciales –coincidencias que empiezan a evidenciar signos de agotamiento en la segunda mitad de la década de los noventa-, y la necesidad de abordar con la Unión Europea una negociación bi-regional que permitiera diversificar las relaciones económicas internacionales, ante el evidente interés de los EE.UU. de ganar espacios comerciales preferenciales en Sudamérica.

A su vez, el peso del “modelo” europeo fue uno de los factores que incidió en el grado de ambición del Grupo Andino, al menos en su etapa inicial. Se reflejó, especialmente en el plano institucional, con el papel impulsor que se atribuyó la Junta del Acuerdo de Cartagena y luego con la creación del Tribunal Andino de Justicia. Es probable que la intensa cooperación técnica europea haya finalmente inclinado la formulación de tal órgano sobre el modelo de la Corte de Justicia de Luxemburgo, a pesar de propuestas alternativas que tomaban en cuenta las enormes distancias existentes entre las regiones europea y andina, y sus respectivos procesos de integración.

En otros casos, los objetivos fijados iban más allá de los intereses de los países, reflejando demandas exógenas, como fuera el caso de la creación en 1960 de la ALALC. El instrumento de zona de libre comercio –previsto en el artículo XXIV del GATT- con la liberación de lo esencial del intercambio en un plazo de doce años, se demostró sumamente rígido para la región. Condicionó la construcción de un sistema de integración comercial ajeno a realidades y necesidades regionales. Lo que se procuraba originalmente era una zona de preferencias comerciales que permitiera poner en común y así sustituir, la red de acuerdos preferenciales bilaterales enhebrada desde la crisis económica mundial de los años 30. Fue la presión de los EEUU la que introdujo una figura difícil de poner en práctica. De allí que luego fue necesario sustituirla con la creación de la ALADI, veinte años después.

Pero el daño ya estaba hecho: quedó el sabor de un primer y notorio fracaso en el logro del objetivo de una mayor integración de los mercados latinoamericanos. Y quizás se encuentre en tal experiencia una tendencia que ha perdurado hasta el presente en la integración regional. Ella consiste en darle más peso a las apariencias que a las realidades y, en particular, a desarrollar una cultura de precariedad en las reglas de juego en el comercio inter-regional, las que muchas veces fueron concebidas como de cumplimiento sólo en la medida que ello fuera posible. Sin duda que tal tendencia puede haber tenido una incidencia, incluso fuerte, en el impacto de los compromisos de  integración sobre la adopción por parte de las empresas –especialmente pequeñas y medianas, y de los países de menor desarrollo relativo- de decisiones de inversión productiva que computaran como un dato cierto el acceso a los mercados prometidos por los gobiernos, y en particular por los países con mercados internos de mayor dimensión relativa.

La asimilación del concepto de integración con la creación de una nueva unidad –sea ella una nueva Nación o un nuevo espacio económico común similar a los de los espacios nacionales pre-existentes- también ha contribuido a la sensación de frustración que suelen producir los intentos de distintos países de avanzar hacia metas comunes. Se instala la idea de un producto final que de una manera u otra implica superar la idea de naciones soberanas. De allí la importancia que se le atribuyó en el relato integracionista al concepto confuso y discutible de “supranacionalidad”. Y además, se entendió que tal producto final podía ser alcanzado en un tiempo que se consideraba razonable y, por ende, factible.

Lo planteado otorga importancia a una pregunta que requiere reflexión colectiva: ¿cuáles son los factores que permitirían sostener en el tiempo la voluntad política de un grupo de naciones de trabajar juntas en el ámbito de un proceso de integración?

Sin perjuicio de la necesidad de una mayor elaboración posterior, podemos plantear que, tal como lo señaláramos en el antes mencionado Newsletter de junio pasado, son tres los factores que merecerían mayor atención: a) el de la capacidad de adaptación del proyecto original y del respectivo proceso, a los cambios que continuamente se operan en las realidades de los países participantes, de su entorno regional, y del propio entorno global; b) el de la densidad y calidad de la conectividad en todos los planos, pero en especial en el de la producción, a través de redes desarrolladas como resultante de los compromisos asumidos en el marco del proceso de integración, y c) el de la calidad institucional y, en especial, de las reglas de juego medida según su efectividad (capacidad de penetrar en la realidad), su eficacia (capacidad de producir los resultados que les dieron origen) y su legitimidad social (capacidad de contemplar, gracias al proceso de producción normativa, intereses sociales de todos los países miembros reflejando así un cuadro dinámico de percepción de ganancias mutuas). Sin la suma de esos tres factores, resulta difícil que un proceso voluntario de integración -en el sentido de trabajo conjunto sistemático entre naciones soberanas que no aspiran a dejar de serlo- perdure en el tiempo, al menos sin sufrir profundas alteraciones.

¿Cuáles son los riesgos de la curva del desencanto por sus eventuales efectos sobre los factores que indujeron a un grupo de países a intentar desarrollar un proyecto de integración? Sobre esta pregunta retornaremos en nuestro Newsletter de este mes de febrero.

 

* Van Middelaar, Luuk, “El paso hacia Europa. Historia de un comienzo”, con Prólogo de Josep Ramoneda, Galaxia-Gutenberg, Barcelona 2013.

Félix Peña es Director del Instituto de Comercio Internacional de la Fundación ICBC; Director de la Maestría en Relaciones Comerciales Internacionales - Universidad Nacional de Tres de Febrero (UNTREF); Miembro del Comité Ejecutivo del Consejo Argentino para las Relaciones Internacionales (CARI). Miembro del Brains Trust del Evian Group.

Texto completo: www.felixpena.com.ar

Félix Peña