Lo que puso de manifiesto la Cumbre de Copenhague

Tras la Conferencia de Naciones Unidas sobre Cambio Climático de Copenhague puede presumirse que durante este año el debate seguirá centrado en los alcances y la solidez de los diagnósticos sobre la profundidad de los cambios climáticos que se estarían produciendo, así como sobre las medidas a adoptar, sobre las responsabilidades a asumir por distintos tipos de países – desarrollados y en desarrollo según sean sus aportes pasados y actuales a la contaminación ambiental- y sobre la distribución de los costos y del financiamiento de las medidas que habría que adoptar. Los magros resultados de la Cumbre han puesto más en evidencia algunos rasgos del nuevo escenario internacional. El principal se manifiesta en el hecho que algunas de las actuales instituciones internacionales globales presentan insuficiencias que pueden tornarlas poco efectivas a la hora de construir, entre sus numerosos países miembros, los consensos que son necesarios para actuar y, en particular, para generar compromisos vinculantes. Se trata de una crisis sistémica mundial que puede tener un efecto dominó en distintos espacios regionales y hasta a escala global, explica Félix Peña (*) en su último newsletter.


Tras la Conferencia de Naciones Unidas sobre Cambio Climático de Copenhague (COP-15) en el pasado mes de diciembre, se ha recurrido con frecuencia a la figura del vaso “medio lleno o medio vacío” para ilustrar sobre sus resultados concretos.

En tal sentido, los analistas se han dividido entre los que aprecian que se dio un paso, eventualmente tímido, en la buena dirección y aquellos que, por el contrario, han resaltado la distancia entre lo poco comprometido y lo mucho que habría que obtener a fin de tener un marco legal creíble, si es que se aspira a abordar con eficacia los gruesos desafíos que se le plantean a la humanidad con motivo de los profundos cambios climáticos que se estarían produciendo.

Todo indica que este debate habrá de continuar en el camino que conducirá a la nueva Cumbre a realizarse en México el próximo mes de diciembre.

Puede presumirse que durante este año el debate seguirá centrado en el alcance y solidez de los diagnósticos sobre la gravedad de los cambios climáticos que se estarían produciendo, sobre las medidas a adoptar, sobre las responsabilidades a asumir por distintos tipos de países –especialmente los desarrollados y los en desarrollo según sean sus aportes, pasados y actuales, a la contaminación ambiental- y sobre la distribución de los costos y del respectivo financiamiento de las medidas que habría que adoptar.

Es un debate complejo por consideraciones científicas pero, en especial, por el hecho que los efectos más serios se producirían en el mediano y largo plazo, en tanto que muchos de los respectivos costos deberán asumirse ya en el corto plazo. En términos políticos, este desfasaje temporal tiene fuerte relevancia en cada uno de los países con mayores responsabilidades a asumir.

En todo caso, tras los magros resultados de la Cumbre de Copenhague tres rasgos del nuevo escenario internacional han quedado ahora más en evidencia.

El primero se refiere a que algunas cuestiones relevantes que inciden en las relaciones internacionales y que incluso afectan el futuro de la humanidad, sólo pueden ser abordadas a escala global. Un ejemplo es precisamente la del cambio climático. El problema principal es que si los diagnósticos científicos más alarmantes se demuestran como acertados, toda demora en actuar puede acarrear fuertes consecuencias y costos sociales de magnitud.

Otra cuestión relevante de alcance global, tan seria como la anterior, es la del abordaje de los diversos desdoblamientos que plantea hoy la agenda de seguridad y paz en el mundo. Ningún país actuando individualmente parecería estar en condiciones de asegurar la eficacia de las acciones que pueden requerirse en este plano. Todo se complica, además, por la proliferación de protagonistas no estatales en el empleo de distintas modalidades de violencia en el escenario internacional.

Por el contrario, en ambas cuestiones - entre otras que inciden en la agenda internacional - la gobernabilidad global estará fuertemente condicionada por la voluntad de trabajar juntas que tengan las múltiples naciones con capacidad de protagonismo en el escenario internacional. Pero también lo estará por el acierto en desarrollar modalidades creativas de trabajo conjunto entre las naciones, tanto en el plano global como en el de cada una de las regiones (fue una de las cuestiones abordadas en la Conferencia “Global Governance: Future Trends and Challenges”, organizada por Wilton Park en Gran Bretaña, entre el 11 y el 13 de enero de 2010, y cuyo informe será publicado luego en www.wiltonpark.org.uk).

El segundo rasgo se relaciona con la dificultad de precisar, en la práctica, cuántos países son necesarios para lograr una masa crítica de poder suficiente a fin que las decisiones que se adopten para lograr una razonable gobernabilidad global tengan carácter vinculante, eficacia y legitimidad social. Es la cuestión principal que plantea la modalidad de agrupaciones informales de países – los “G” -. Tiene relevancia, ya que se sabe que en el futuro la gobernabilidad global no podrá depender de una sola nación, por poderosa que ella siga siendo – tal el caso de los Estados Unidos -.

En el plano global este rasgo ha aflorado con el G20 y en buena medida, también en las caóticas horas finales de la Cumbre de Copenhague. No sólo es un problema de saber cuántos y cuáles países deben participar en este Grupo (ver este Newsletter del mes de febrero 2009) o en otros similares. El debate al respecto continúa y quizás no se cierre en mucho tiempo. Se trata, además, de saber cómo superar los efectos de la heterogeneidad de poder entre los múltiples países participantes o que pueden aspirar a participar.

Como hemos mencionado en otra oportunidad, algunos países al opinar y actuar en un G reflejan su propia e indudable dotación de poder relativo, tal los casos de EEUU y de China. Otros reflejan la capacidad para aglutinar naciones a través de distintas modalidades de agregar poder en un marco institucional de trabajo conjunto dentro de un determinado espacio geográfico regional. Es el caso de la actual Unión Europea. Y otros países, si bien pueden ser relevantes en términos de dimensión económica y de poder relativo, a veces más potencial que actual, no pueden necesariamente sostener que reflejan la opinión que prevalece en la región geográfica a la que pertenecen. Tales los casos, por ejemplo de la Argentina y del Brasil en el espacio geográfico sudamericano, pero también – entre otros - los de la India, Rusia, Indonesia, Egipto y África del Sur.

En todo caso esta modalidad informal – en el sentido de no constituir instituciones con capacidad jurídica de originar compromisos vinculantes - de trabajo conjunto en el plano internacional, presenta dificultades que pueden disminuir su eficacia relativa. Ellas se manifiestan en los procesos preparatorios de las respectivas reuniones y, en particular, en la capacidad limitada para traducir lo acordado en realidades concretas. Pueden ser más efectivos cuando se trata de coordinar acciones que dependen luego de medidas que se adoptan en los respectivos planos nacionales, tal el caso de algunos de los acuerdos del G20 referidos al sistema financiero internacional. Pero su efectividad puede ser menor – incluso casi nula – cuando se trata de impulsar acciones que se tengan que traducir en compromisos jurídicos exigibles y en el desarrollo de nuevas reglas jurídicas internacionales. Por ejemplo, lo ha puesto de manifiesto el G20 en relación a su disposición de concluir con la Rueda Doha.

Y el tercer rasgo se manifiesta en el hecho que algunas de las actuales instituciones internacionales globales presentan insuficiencias que las tornan poco efectivas a la hora de construir, entre sus numerosos países miembros, los consensos que son necesarios para actuar y, en particular, para generar compromisos vinculantes. Pueden estar reflejando en sus procesos de decisión una arquitectura internacional ya superada o que lo está siendo rápidamente. A este respecto, tres preguntas son centrales: ¿cómo lograr entre 193 países (caso de la ONU) o entre 153 países (caso de la OMC) los necesarios equilibrios de intereses que permitan adoptar decisiones vinculantes que penetren en la realidad?; ¿tendrían tales decisiones las necesarias cualidades de efectividad, eficacia y legitimidad social, si sólo fueran adoptadas por un número más limitado de países relevantes?, y, en tal caso ¿cuáles deberían ser esos países, a fin de no producir el rechazo explícito o implícito de aquellos que no hubieren participado en la adopción de las respectivas decisiones? Contestar tales preguntas en los hechos, no será tarea fácil ni rápida. En el caso de la OMC, el reciente libro editado por Debra S. Steger, contiene aportes muy interesantes al respecto.

Los rasgos mencionados son sólo algunos de los que ponen en evidencia los alcances de una crisis sistémica mundial. Recrean la clásica tensión dialéctica entre orden y anarquía en las relaciones internacionales. Puede tener un efecto dominó en distintos espacios regionales y, eventualmente, a escala global. Se manifiesta en la dificultad de encontrar en el ámbito de instituciones provenientes de un orden que colapsa, respuestas eficaces a problemas colectivos que se confrontan a escala global.

Como hemos señalado en otras oportunidades, un peligro es que ello se refleje –como ha ocurrido en el pasado- en el surgimiento de problemas sistémicos en el interior de países que han sido y son aún, protagonistas relevantes en el escenario internacional o que sin serlo, pueden producir efectos de arrastre en sus respectivos espacios geográficos regionales.

Ello puede ocurrir en la medida que en distintos países, incluso los más desarrollados, los ciudadanos no sólo pierdan su confianza en los mercados – un efecto posible de prolongarse la actual crisis financiera global -, pero también en la capacidad de encontrar respuestas en el marco de los respectivos sistemas democráticos. Si así fuere, los pronósticos sombríos de algunos analistas, podrían ser pálidos en relación a lo que habría que confrontar en el futuro.


Versión completa en www.felixpena.com.ar

 
(*) Director del Instituto de Comercio Internacional de la Fundación Standard Bank, y del Módulo Jean Monnet y del Núcleo Interdisciplinario de Estudios Internacionales de la Universidad Nacional de Tres de Febrero (UNTREF). Miembro del Comité Ejecutivo del Consejo Argentino para las Relaciones Internacionales (CARI). Miembro del Brains Trust del Evian Group.

Félix Peña