Una experiencia de medio siglo. La integración regional en el nuevo contexto global
En las últimas cinco décadas pueden distinguirse por lo menos dos etapas en el desarrollo de la integración regional en América Latina. Todo indica que se estaría abriendo ahora una nueva etapa, con alcances y características aún no manifestados en todos sus alcances, señala Félix Peña en su último trabajo. Una primera etapa se inició con la creación de la ALALC en 1960. Luego con su transformación en la ALADI comenzó la segunda etapa, que abrió el camino a profundas transformaciones en la estrategia de integración regional que maduraron en los años siguientes. En contraste, a partir de los años ochenta y en la década de los 90, se observa una mayor sensibilidad a las demandas diferenciadas planteadas a los países latinoamericanos por nuevas realidades internacionales. Diversos factores están contribuyendo a la apertura de una nueva etapa. Un factor principal que impulsa hacia nuevas modalidades de integración en el espacio regional latinoamericano, es la creciente insatisfacción de algunos de los países con los resultados obtenidos con los procesos en desarrollo. Varios escenarios son factibles hacia el futuro. Algunos no serían positivos. Pero el derrotero de estos cincuenta años, con sus avances y frustraciones, permite anticipar que la integración regional continuará siendo valorada por los respectivos países y por sus opiniones públicas, señala Félix Peña en su último trabajo.
Los casi cincuenta años que han transcurrido desde el inicio de los procesos formales de integración latinoamericana brindan una oportunidad para reflexionar sobre su futuro. Estimula a ello el nuevo contexto internacional que se está poniendo de manifiesto con la actual crisis global.
En estas cinco décadas pueden distinguirse por lo menos dos etapas en el desarrollo de la integración regional. Todo indica que se estaría abriendo ahora una nueva etapa. Sus alcances y características aún no se han manifestado en todos sus alcances.
Como idea estratégica los precedentes de la integración regional se remontan por cierto al siglo XIX. Pero una primera etapa de concreciones, empieza a manifestarse con la negociación y luego firma del Tratado de Montevideo de 1960 – resultante de iniciativas y negociaciones durante los dos años precedentes -, que crea la Asociación Latinoamericana de Libre Comercio (ALALC) (el libro reciente de Edgar J.Dosman sobre Raúl Prebisch, incluido en la sección “Lecturas recomendadas”, plantea el contexto en el que la ALALC fue creada). La incorporación de México, no prevista en los planteamientos originales que tenían un alcance sudamericano, extendió esta iniciativa de integración comercial al espacio latinoamericano.
Simultáneamente los países centroamericanos retomaban su propio proceso de integración sub-regional, de profundas raíces históricas.
Una segunda etapa de la integración regional se inicia con la transformación de la ALALC en la Asociación Latinoamericana de Integración (ALADI), mediante el Tratado firmado también en Montevideo en 1980. Resultó de la constatación que una zona de libre comercio entre un grupo numeroso de países – en aquel entonces menos conectados y más distantes que ahora -, con fuertes asimetrías de dimensiones y grados de desarrollo, era inviable. En cierta forma, la creación del Grupo Andino con la firma en 1969 del Acuerdo de Cartagena fue una primera expresión de tal reconocimiento. Y en tal sentido lo que ocurrió con la ALALC, fue un precedente de lo que luego se constató con el fracaso de la iniciativa americana de una zona de libre comercio de un alcance hemisférico (ALCA), es decir más amplia aún que la otra.
Pero la transformación de la ALALC en la ALADI tuvo un significado más profundo. Era el de aceptar que las diferencias existentes, requerían aproximaciones parciales, de múltiples velocidades y de geometría variable. Ello implicó reconocer la realidad de distintas sub-regiones y de sectores, con densidades de interdependencia e intereses que no necesariamente se extendían al resto de los países. Se invirtió entonces el enfoque original de la ALALC, según el cual los instrumentos regionales eran la regla, y los sub-regionales y sectoriales la excepción. Por el contrario, se hizo de lo parcial – grupo de países o sectores determinados – la regla principal, siendo lo regional el marco y, a la vez, un objetivo final no demasiado definido ni en su contenido, ni en sus plazos.
Esta segunda etapa abrió el camino a profundas transformaciones en la estrategia de integración regional que maduraron en los años siguientes. Además, en contraste con la etapa anterior, se observa a partir de los años ochenta y en particular de la década de los 90, una mayor sensibilidad a las demandas diferenciadas planteadas a los países latinoamericanos por nuevas realidades internacionales. Ello produce, como consecuencia, respuestas también diferenciadas en el plano de las políticas comerciales externas y de las estrategias negociadoras.
En esta nueva etapa que se extiende hasta el presente, entre otros hechos relevantes, se reconvierte el original Grupo Andino en la Comunidad Andina de Naciones (CAN); se inicia el proceso bilateral de integración entre la Argentina y el Brasil, con fuerte énfasis en determinados sectores, como por ejemplo, el automotriz; se crea luego el Mercosur; se incorpora México al área de libre comercio de América del Norte, y comienza el proceso de concreción de acuerdos comerciales preferenciales bilaterales con países del resto del mundo, comenzando con los EEUU y con la Unión Europea. Surge además un interesante precedente de conciliación, entre la integración de un espacio geográfico regional y la inserción a terceros países a través de acuerdos comerciales preferenciales. Tal precedente resulta del acuerdo de libre comercio entre los países centroamericanos y la República Dominicana con los EEUU (CAFTA-RD).
En el inicio y en la evolución de esas dos primeras etapas de la integración regional latinoamericana, tuvieron un impacto significativo los cambios que simultáneamente se operaban en el contexto global. En las últimas dos décadas, el mundo post-guerra fría y su reflejo en una competencia económica más multipolar; el cambio de estrategia comercial global de los Estados Unidos con el impulso de su propia red de acuerdos preferenciales; la ampliación de lo que luego sería la Unión Europea; el creciente protagonismo de economías emergentes y re-emergentes – tal el caso de China -; la conclusión de la Rueda Uruguay y la creación de la Organización Mundial del Comercio (OMC), y el desarrollo de redes de producción y cadenas de suministro de alcance transnacional fueron, entre otros, factores que alteraron profundamente el entorno externo en el que se ha desarrollado la integración latinoamericana y, en particular, la sudamericana.
A ello se suman las profundas transformaciones económicas y políticas que se han operado – también con un alcance diferenciado – en la región y en cada uno de sus países. América del Sur, en particular, presenta un cuadro de mayor densidad en las conexiones entre sus sistemas productivos y, en particular, en el campo de la energía. Y muchos de sus países han experimentado muy notorias evoluciones en sus experiencias, tanto en el plano económico como en el político. El papel relevante que ha ido adquiriendo el Brasil, no es un dato menor en la diferenciación entre lo que era esta región hasta la década de los 90 y lo que es en la actualidad.
¿Se está iniciando ahora una nueva etapa de la integración regional en América Latina? Hay elementos para una respuesta afirmativa. La nueva etapa estaría siendo impulsada por varios factores. Un primer factor es el surgimiento de una pluralidad de opciones en la inserción de cada país latinoamericano en los mercados del mundo, resultante del número creciente de protagonistas relevantes en todas las regiones y del acortamiento de todo tipo de distancias. El segundo, es el hecho que tales opciones pueden ser aprovechadas simultáneamente. Y el tercero, es que es factible desarrollar en la mayoría de las opciones abiertas, estrategias de ganancias mutuas, en términos de comercio de bienes y de servicios, de inversiones productivas y de incorporación de progreso técnico.
Pero quizás el factor principal que impulsa hacia nuevas modalidades de integración en el espacio regional latinoamericano, así como en sus múltiples espacios sub-regionales, es la creciente insatisfacción que se observa en varios de los países con los resultados obtenidos con los procesos actualmente en desarrollo. Ello es notorio en el caso de la CAN, pero también lo es en el caso del Mercosur.
Tal insatisfacción puede dar lugar al menos a dos escenarios. Ellos no pueden ser considerados como que sean convenientes, ni que estén a la altura de los desafíos que se enfrentan a escala global. El primero es el de una cierta inercia integracionista. Implica continuar haciendo lo mismo que hasta ahora, es decir, no innovar demasiado. El riesgo es que el respectivo proceso de integración se torne irrelevante para determinados países. En tal caso, podría terminar predominando sólo una apariencia de algo de creciente obsolescencia y baja incidencia en las realidades. El segundo escenario es el de una especie de síndrome fundacional. Esto es, echar por la borda lo hasta ahora acumulado – y tanto en el Mercosur como en la CAN, es mucho lo ya acumulado –, tanto en términos de estrategia regional compartida como de relaciones económicas preferenciales y, una vez más, intentar comenzar de nuevo.
Hay sin embargo un tercer escenario imaginable. Probablemente sea el más conveniente y, en todo caso, es factible. Es el capitalizar las experiencias y los resultados acumulados, adaptando las estrategias, los objetivos y las metodologías de integración a las nuevas realidades de cada país, de la región y de sus sub-regiones, y del mundo. Tales adaptaciones parecen más necesarias en los acuerdos sub-regionales como el Mercosur y la CAN, que en los marcos más amplios, como la ALADI – cuya función en el plano del comercio regional mantiene toda su vigencia – y la UNASUR – que, sin embargo, todavía no ha pasado el test de su real eficacia -.
¿Qué indican las experiencias acumuladas en estos cincuenta años? Pueden destacarse algunas lecciones más significativas. La primera se refiere a la importancia de conciliar conducción política con solvencia técnica. Ello implica una participación directa del más alto nivel político en el trazado y seguimiento de la respectiva estrategia y, a la vez, una adecuada formulación técnica en cuanto a objetivos y métodos de trabajo. La segunda se refiere a la necesidad de adaptar en forma constante objetivos e instrumentos a las cambiantes realidades, preservando a la vez un cierto grado de previsibilidad en torno a reglas de juego y disciplinas colectivas que se puedan cumplir. Y la tercera lección, se refiere a la importancia de que cada país tenga una estrategia nacional propia con respecto al respectivo proceso de integración. El que el camino a lo regional comienza en una correcta definición del interés nacional de cada país, es una constatación que deriva de la experiencia concreta de estos años. Los países con una idea más clara de sus intereses, son los que quizás mejor han aprovechado los acuerdos de integración. Es además, una garantía contra la generación de una especie de romanticismo integracionista, según la cual hipotéticas racionalidades supranacionales constituyen la fuerza motora de un determinado proceso regional.
¿Cuál es el capital acumulado a preservar? El primero se refiere a la valoración de un proceso de integración como factor esencial de la gobernabilidad, en términos del predominio de la paz y la estabilidad política, de un determinado espacio geográfico regional o sub-regional. El segundo es el del stock de preferencias económicas ya pactadas y que inciden hoy en los flujos de comercio e inversión. Y el tercero es del valor de determinadas “marcas” en la imagen internacional de un grupo de países. Es el caso concreto de la “marca” Mercosur.
¿Cuáles son las adaptaciones en las estrategias, los objetivos y métodos de un proceso de integración que pueden resultar del nuevo escenario internacional y, en especial, de su más probable evolución futura? La primera se refiere a la profundización de metodologías flexibles, que combinen geometrías variables, múltiples velocidades y aproximaciones sectoriales. Ellas no siempre se ajustarán a modelos de otras regiones ni a lo que suelen indicar los libros de texto. Sin embargo, ellas pueden funcionar y ser compatibles con la normativa del sistema jurídico GATT-OMC. La segunda se refiere a las instituciones y a las reglas de juego. Para orquestar intereses nacionales bien definidos entre países diversos en sus dimensiones y grados de desarrollo, parece fundamental poner el acento en la capacidad de formulación de visiones e intereses comunes que puedan tener órganos con un grado de independencia, al menos técnica, con respecto a los respectivos gobiernos. No necesariamente deban responder al modelo de instituciones supranacionales originado en la experiencia europea. Tampoco tienen que ser complejos ni costosos. Al respecto, las funciones del Director General de la OMC pueden representar un precedente más adecuado a las sensibilidades nacionales. Y la tercera se relaciona con la importancia que tiene el que en cada país, exista un grupo mínimo de empresas con intereses ofensivos en relación a los mercados de la respectiva región o sub-región, y ello implica una aptitud para trazar estrategias empresarias de internacionalización, incluso a escala global. Esta es una condición necesaria para avanzar en forma relativamente equilibrada en procura del objetivo, siempre valorado, de la integración productiva.
Quizás a la integración latinoamericana y a sus distintos ámbitos institucionales, se le puedan aplicar los consejos que uno de los protagonistas de una novela sobre la India contemporánea (el libro de Rohinton Mistry incluido en la sección “Lecturas Recomendadas”) le da a su joven y ocasional compañero de viaje: “el secreto de la supervivencia es la aceptación del cambio y la adaptación….”.
Difícil es aún visualizar si el escenario de adaptación se producirá o no. Pero el derrotero de estos cincuenta años, con sus avances y frustraciones, permite anticipar que la integración regional continuará siendo valorada por los respectivos países y por sus opiniones públicas. Al menos, parece haber cierto consenso en que los costos de la no-integración pueden ser elevados. Y ello inclina el pronóstico a predecir un avance sinuoso, con avances y retrocesos, heterodoxo pero persistente, hacia un mayor grado de integración en todos los planos – no sólo en el económico – entre los países de la región y de sus distintas sub-regiones. Es posible imaginar al respecto, una mayor aproximación a lo que ha sido en los últimos años el modelo asiático y, eventualmente, al que también podría llegar a ser en el futuro el modelo europeo.
Texto completo en www.felixpena.com.ar
* Director del Instituto de Comercio Internacional de la Fundación Standard Bank, y del Módulo Jean Monnet y del Núcleo Interdisciplinario de Estudios Internacionales de la Universidad Nacional de Tres de Febrero (UNTREF). Miembro del Comité Ejecutivo del Consejo Argentino para las Relaciones Internacionales (CARI). Miembro del Brains Trust del Evian Group.
En estas cinco décadas pueden distinguirse por lo menos dos etapas en el desarrollo de la integración regional. Todo indica que se estaría abriendo ahora una nueva etapa. Sus alcances y características aún no se han manifestado en todos sus alcances.
Como idea estratégica los precedentes de la integración regional se remontan por cierto al siglo XIX. Pero una primera etapa de concreciones, empieza a manifestarse con la negociación y luego firma del Tratado de Montevideo de 1960 – resultante de iniciativas y negociaciones durante los dos años precedentes -, que crea la Asociación Latinoamericana de Libre Comercio (ALALC) (el libro reciente de Edgar J.Dosman sobre Raúl Prebisch, incluido en la sección “Lecturas recomendadas”, plantea el contexto en el que la ALALC fue creada). La incorporación de México, no prevista en los planteamientos originales que tenían un alcance sudamericano, extendió esta iniciativa de integración comercial al espacio latinoamericano.
Simultáneamente los países centroamericanos retomaban su propio proceso de integración sub-regional, de profundas raíces históricas.
Una segunda etapa de la integración regional se inicia con la transformación de la ALALC en la Asociación Latinoamericana de Integración (ALADI), mediante el Tratado firmado también en Montevideo en 1980. Resultó de la constatación que una zona de libre comercio entre un grupo numeroso de países – en aquel entonces menos conectados y más distantes que ahora -, con fuertes asimetrías de dimensiones y grados de desarrollo, era inviable. En cierta forma, la creación del Grupo Andino con la firma en 1969 del Acuerdo de Cartagena fue una primera expresión de tal reconocimiento. Y en tal sentido lo que ocurrió con la ALALC, fue un precedente de lo que luego se constató con el fracaso de la iniciativa americana de una zona de libre comercio de un alcance hemisférico (ALCA), es decir más amplia aún que la otra.
Pero la transformación de la ALALC en la ALADI tuvo un significado más profundo. Era el de aceptar que las diferencias existentes, requerían aproximaciones parciales, de múltiples velocidades y de geometría variable. Ello implicó reconocer la realidad de distintas sub-regiones y de sectores, con densidades de interdependencia e intereses que no necesariamente se extendían al resto de los países. Se invirtió entonces el enfoque original de la ALALC, según el cual los instrumentos regionales eran la regla, y los sub-regionales y sectoriales la excepción. Por el contrario, se hizo de lo parcial – grupo de países o sectores determinados – la regla principal, siendo lo regional el marco y, a la vez, un objetivo final no demasiado definido ni en su contenido, ni en sus plazos.
Esta segunda etapa abrió el camino a profundas transformaciones en la estrategia de integración regional que maduraron en los años siguientes. Además, en contraste con la etapa anterior, se observa a partir de los años ochenta y en particular de la década de los 90, una mayor sensibilidad a las demandas diferenciadas planteadas a los países latinoamericanos por nuevas realidades internacionales. Ello produce, como consecuencia, respuestas también diferenciadas en el plano de las políticas comerciales externas y de las estrategias negociadoras.
En esta nueva etapa que se extiende hasta el presente, entre otros hechos relevantes, se reconvierte el original Grupo Andino en la Comunidad Andina de Naciones (CAN); se inicia el proceso bilateral de integración entre la Argentina y el Brasil, con fuerte énfasis en determinados sectores, como por ejemplo, el automotriz; se crea luego el Mercosur; se incorpora México al área de libre comercio de América del Norte, y comienza el proceso de concreción de acuerdos comerciales preferenciales bilaterales con países del resto del mundo, comenzando con los EEUU y con la Unión Europea. Surge además un interesante precedente de conciliación, entre la integración de un espacio geográfico regional y la inserción a terceros países a través de acuerdos comerciales preferenciales. Tal precedente resulta del acuerdo de libre comercio entre los países centroamericanos y la República Dominicana con los EEUU (CAFTA-RD).
En el inicio y en la evolución de esas dos primeras etapas de la integración regional latinoamericana, tuvieron un impacto significativo los cambios que simultáneamente se operaban en el contexto global. En las últimas dos décadas, el mundo post-guerra fría y su reflejo en una competencia económica más multipolar; el cambio de estrategia comercial global de los Estados Unidos con el impulso de su propia red de acuerdos preferenciales; la ampliación de lo que luego sería la Unión Europea; el creciente protagonismo de economías emergentes y re-emergentes – tal el caso de China -; la conclusión de la Rueda Uruguay y la creación de la Organización Mundial del Comercio (OMC), y el desarrollo de redes de producción y cadenas de suministro de alcance transnacional fueron, entre otros, factores que alteraron profundamente el entorno externo en el que se ha desarrollado la integración latinoamericana y, en particular, la sudamericana.
A ello se suman las profundas transformaciones económicas y políticas que se han operado – también con un alcance diferenciado – en la región y en cada uno de sus países. América del Sur, en particular, presenta un cuadro de mayor densidad en las conexiones entre sus sistemas productivos y, en particular, en el campo de la energía. Y muchos de sus países han experimentado muy notorias evoluciones en sus experiencias, tanto en el plano económico como en el político. El papel relevante que ha ido adquiriendo el Brasil, no es un dato menor en la diferenciación entre lo que era esta región hasta la década de los 90 y lo que es en la actualidad.
¿Se está iniciando ahora una nueva etapa de la integración regional en América Latina? Hay elementos para una respuesta afirmativa. La nueva etapa estaría siendo impulsada por varios factores. Un primer factor es el surgimiento de una pluralidad de opciones en la inserción de cada país latinoamericano en los mercados del mundo, resultante del número creciente de protagonistas relevantes en todas las regiones y del acortamiento de todo tipo de distancias. El segundo, es el hecho que tales opciones pueden ser aprovechadas simultáneamente. Y el tercero, es que es factible desarrollar en la mayoría de las opciones abiertas, estrategias de ganancias mutuas, en términos de comercio de bienes y de servicios, de inversiones productivas y de incorporación de progreso técnico.
Pero quizás el factor principal que impulsa hacia nuevas modalidades de integración en el espacio regional latinoamericano, así como en sus múltiples espacios sub-regionales, es la creciente insatisfacción que se observa en varios de los países con los resultados obtenidos con los procesos actualmente en desarrollo. Ello es notorio en el caso de la CAN, pero también lo es en el caso del Mercosur.
Tal insatisfacción puede dar lugar al menos a dos escenarios. Ellos no pueden ser considerados como que sean convenientes, ni que estén a la altura de los desafíos que se enfrentan a escala global. El primero es el de una cierta inercia integracionista. Implica continuar haciendo lo mismo que hasta ahora, es decir, no innovar demasiado. El riesgo es que el respectivo proceso de integración se torne irrelevante para determinados países. En tal caso, podría terminar predominando sólo una apariencia de algo de creciente obsolescencia y baja incidencia en las realidades. El segundo escenario es el de una especie de síndrome fundacional. Esto es, echar por la borda lo hasta ahora acumulado – y tanto en el Mercosur como en la CAN, es mucho lo ya acumulado –, tanto en términos de estrategia regional compartida como de relaciones económicas preferenciales y, una vez más, intentar comenzar de nuevo.
Hay sin embargo un tercer escenario imaginable. Probablemente sea el más conveniente y, en todo caso, es factible. Es el capitalizar las experiencias y los resultados acumulados, adaptando las estrategias, los objetivos y las metodologías de integración a las nuevas realidades de cada país, de la región y de sus sub-regiones, y del mundo. Tales adaptaciones parecen más necesarias en los acuerdos sub-regionales como el Mercosur y la CAN, que en los marcos más amplios, como la ALADI – cuya función en el plano del comercio regional mantiene toda su vigencia – y la UNASUR – que, sin embargo, todavía no ha pasado el test de su real eficacia -.
¿Qué indican las experiencias acumuladas en estos cincuenta años? Pueden destacarse algunas lecciones más significativas. La primera se refiere a la importancia de conciliar conducción política con solvencia técnica. Ello implica una participación directa del más alto nivel político en el trazado y seguimiento de la respectiva estrategia y, a la vez, una adecuada formulación técnica en cuanto a objetivos y métodos de trabajo. La segunda se refiere a la necesidad de adaptar en forma constante objetivos e instrumentos a las cambiantes realidades, preservando a la vez un cierto grado de previsibilidad en torno a reglas de juego y disciplinas colectivas que se puedan cumplir. Y la tercera lección, se refiere a la importancia de que cada país tenga una estrategia nacional propia con respecto al respectivo proceso de integración. El que el camino a lo regional comienza en una correcta definición del interés nacional de cada país, es una constatación que deriva de la experiencia concreta de estos años. Los países con una idea más clara de sus intereses, son los que quizás mejor han aprovechado los acuerdos de integración. Es además, una garantía contra la generación de una especie de romanticismo integracionista, según la cual hipotéticas racionalidades supranacionales constituyen la fuerza motora de un determinado proceso regional.
¿Cuál es el capital acumulado a preservar? El primero se refiere a la valoración de un proceso de integración como factor esencial de la gobernabilidad, en términos del predominio de la paz y la estabilidad política, de un determinado espacio geográfico regional o sub-regional. El segundo es el del stock de preferencias económicas ya pactadas y que inciden hoy en los flujos de comercio e inversión. Y el tercero es del valor de determinadas “marcas” en la imagen internacional de un grupo de países. Es el caso concreto de la “marca” Mercosur.
¿Cuáles son las adaptaciones en las estrategias, los objetivos y métodos de un proceso de integración que pueden resultar del nuevo escenario internacional y, en especial, de su más probable evolución futura? La primera se refiere a la profundización de metodologías flexibles, que combinen geometrías variables, múltiples velocidades y aproximaciones sectoriales. Ellas no siempre se ajustarán a modelos de otras regiones ni a lo que suelen indicar los libros de texto. Sin embargo, ellas pueden funcionar y ser compatibles con la normativa del sistema jurídico GATT-OMC. La segunda se refiere a las instituciones y a las reglas de juego. Para orquestar intereses nacionales bien definidos entre países diversos en sus dimensiones y grados de desarrollo, parece fundamental poner el acento en la capacidad de formulación de visiones e intereses comunes que puedan tener órganos con un grado de independencia, al menos técnica, con respecto a los respectivos gobiernos. No necesariamente deban responder al modelo de instituciones supranacionales originado en la experiencia europea. Tampoco tienen que ser complejos ni costosos. Al respecto, las funciones del Director General de la OMC pueden representar un precedente más adecuado a las sensibilidades nacionales. Y la tercera se relaciona con la importancia que tiene el que en cada país, exista un grupo mínimo de empresas con intereses ofensivos en relación a los mercados de la respectiva región o sub-región, y ello implica una aptitud para trazar estrategias empresarias de internacionalización, incluso a escala global. Esta es una condición necesaria para avanzar en forma relativamente equilibrada en procura del objetivo, siempre valorado, de la integración productiva.
Quizás a la integración latinoamericana y a sus distintos ámbitos institucionales, se le puedan aplicar los consejos que uno de los protagonistas de una novela sobre la India contemporánea (el libro de Rohinton Mistry incluido en la sección “Lecturas Recomendadas”) le da a su joven y ocasional compañero de viaje: “el secreto de la supervivencia es la aceptación del cambio y la adaptación….”.
Difícil es aún visualizar si el escenario de adaptación se producirá o no. Pero el derrotero de estos cincuenta años, con sus avances y frustraciones, permite anticipar que la integración regional continuará siendo valorada por los respectivos países y por sus opiniones públicas. Al menos, parece haber cierto consenso en que los costos de la no-integración pueden ser elevados. Y ello inclina el pronóstico a predecir un avance sinuoso, con avances y retrocesos, heterodoxo pero persistente, hacia un mayor grado de integración en todos los planos – no sólo en el económico – entre los países de la región y de sus distintas sub-regiones. Es posible imaginar al respecto, una mayor aproximación a lo que ha sido en los últimos años el modelo asiático y, eventualmente, al que también podría llegar a ser en el futuro el modelo europeo.
Texto completo en www.felixpena.com.ar
* Director del Instituto de Comercio Internacional de la Fundación Standard Bank, y del Módulo Jean Monnet y del Núcleo Interdisciplinario de Estudios Internacionales de la Universidad Nacional de Tres de Febrero (UNTREF). Miembro del Comité Ejecutivo del Consejo Argentino para las Relaciones Internacionales (CARI). Miembro del Brains Trust del Evian Group.
Félix Peña